Poema 33. Avalancha (1985)

Hernán Urbina Joiro

I

¿Quedó lágrima
para llorar tras el torrente inmenso?
La torva de nieve y lluvia inundó aguas sobre aguas
y el nevado bramante sentenció a lo triste a todos los pueblos.

Las corrientes
arrasaron el asombro, nada dejaron
ellas y la muerte
que todo lo vencieron. Lo habíamos olvidado.
Qué forma de recordarlo.
Las lágrimas, amigo mío,
son parte del río.
Noche debía ser el estrago.
No era de ser soportado
a plena luz tanto sufrir, tanto.
¿Lo recuerdas todo, amigo mío?
Cuando corrió el ayer resbaladizo
en riada de lodo
y dejó miles de muertos, a miles sin cobijo?
¿Lo retienes todo?

II

El volcán congelado
amparaba con silencio anciano desde lejos
a Guayabal y Armero
a su pie refrescados.
Viejo de blancas cornisas,
con su tos casual por ratos
de ceniza,
en cortas risas,
como tosen los longevos venerados.
Tenía tos ese año, pero en octubre calmó.
En todo caso, ordenó el gobierno repartir
sismógrafos que allí
nadie supo maniobrar,
al final,
¿para qué molestar?
Armero está
a 48 kilómetros
donde ni los termómetros
en boca de un infantil
daban para inquietar,
igual,
está lejos Guayabal.
Tranquilidad.

III

La tarde del 13 el cielo tornó a rojo amarillo.
En Bogotá lo vimos.
Hospital de San José.
«Eso no es bueno», se dijo.
«Son cenizas», repuso un conocido,
«El Ruiz hasta aquí las puede traer».

Nochecita.
El volcán dio a reposar,
dejó de soltar cenizas.
«Vuelvan a sus casitas»,
dijeron. Después la tempestad
cortó la electricidad
en la región.
La lluvia en trueno ocultó
el rugido del Arenas.
Nueve y cuarenta y cinco,
la hora del estallido.
Pocos podían avisar.
El Alcalde alcanzó a hablar
a todos en un suspiro,
«El agua se nos vino»,
para nunca decir más.
La corriente desbocada
arrasaría primero
a todo un gran pueblo entero,
Armero,
autos, personas, por millares navegaban.
Otro estruendo se escuchó,
la gente lo atribuyó
a las aguas ya avistadas,
pero otro torrente andaba
tras una nueva erupción.
Nieves perpetuas dormidas
en voraz arremetida
sepultaron a esas horas
31.000 personas
a barro, piedra y cenizas.

IV

13 de noviembre,
Omaira Sánchez,
de apenas edad 13.

Hasta su muerte, de pie.
Atrapada por tres días.
Rescatarla no podrían.
Murió el día 16.

Simbolizó la inocencia, la imprevisión, la pobreza
de aquel valle de tristeza convertido en camposanto.
Imposible recobrarlos, por millares enterrados
bajo el fango y la pavesa.

Fue a una semana del holocausto,
de lo ocurrido en palacio,
que en las conciencias sigue encendido.
No vi, ni será visto
otro noviembre nefasto
como en este 85.

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